
Durante los primeros años del siglo XX era considerado uno de los empresarios más dinámicos en esta parte del país porque tenía olfato para los negocios. Nació en Envigado en 1865 y murió en Medellín en 1951; se casó con Tulia Montoya Arbeláez, de Marinilla, nacida en 1875. Don Francisco estudió en la Escuela de Minas de Medellín, pero se retiró antes de terminar la carrera; ejerció la profesión por varios años y luego se vinculó a una sociedad rematadora de rentas de licores y viajó a Marmato como empresario de minas y luego al Valle del Risaralda en calidad de empresario ganadero. Dueño de alguna fortuna se radicó en Manizales donde se vinculó al capital bancario y a la economía cafetera, al mismo tiempo se desempeñaba como empresario de la colonización.
A don Francisco le había llamado la atención el Valle del Risaralda, inexplorado durante el período de la colonia hasta finalizar el siglo XIX; conocía dicho valle pues lo había recorrido muchas veces como rematador de rentas, y siempre le intrigó la razón del poco interés en su colonización, hasta que descubrió:
Que los mosquitos, esos zancudos maléficos, habían sido sus guardianes constantes y terribles, y la razón para que aquellas montañas permanecieran vírgenes. En esas lagunas letales y putrefactas se incubaba el ‘anofeles’, cuya hembra inocula el paludismo. También en los humildes ranchos y en los campamentos se procreaba en los camastros fabricados con esterilla de guadua, los chinches planos y peligrosos, de color rojizo, causantes de las fiebres terciarias o recurrentes.
Jaramillo Montoya G. , 1987, pág. 137
Don Francisco, más conocido como don Pacho, se dirigió a Marmato y se orientó a explotar minas de oro respaldado por su profesión de Ingeniero de Minas. Algún día del año 1893 al pasar por la Prefectura de Riosucio vio clavado en la pared un edicto que abría a remate las rentas de licores del Estado Soberano del Cauca, e interesado en licitar compró al doctor Jorge Gärtner un lote de poco más de cinco mil hectáreas de tierra en bosques, denominado Umbría, a orillas del río Risaralda, situado en donde muchos años después se fundaría Belén de Umbría. Sus amigos habían desaprobado el negocio por tratarse de selva virgen no apta siquiera para paisaje; sin embargo, don Pacho tomó posesión de la tierra, construyó una casa de madera y buscó una familia que se encargara de mantener sus baldíos libres de colonos.
La respuesta a esta adquisición -considerada un disparate- se encontraba en aquel aviso pegado en la pared de la Prefectura, pues la licitación disponía que sólo se adjudicaban por remate las rentas del Estado Soberano a los que dispusieran de amplia garantía. De este modo, de los 32 postores, únicamente don Francisco pudo presentar una caución de cinco mil hectáreas de tierra propia, respaldada en una titulación perfecta (Jaramillo Montoya J. , 1976, págs. 23-26).
Los límites del territorio recién adquirido se extendían «Desde las orillas del Arrayanal hasta el caserío Arenales; cogiendo las lomas de Pumia hasta las de Bolivia; de estas lomas hasta el Alto de Chatigüí (sic) (Tachiguí? A.V.), para descender luego por el Arrayanal, hasta el río Guática» (Jaramillo Montoya J. , 1976, pág. 24). Don Pacho descuidó sus tierras pues sólo servían para respaldar los remates de rentas, pero pasados los años el inmenso fundo adquirió enorme valor debido al proceso colonizador y a la fundación de pueblos; el caserío de Arenales había sido elevado a municipio con el nombre de Belén de Umbría y los colonos habían invadido el latifundio por muchos puntos estableciendo mejoras y cultivos de café. Los títulos de don Pacho dormían apacibles en su caja fuerte.
Había llegado la hora de encargarse de sus tierras. Para ello envió a su hijo José, el abogado de la familia, para que negociara con Mariano Jaramillo, el apoderado de los colonos, y el conflicto terminó en una magnífica transacción pues organizaron una oficina de parcelaciones en Belén de Umbría y el territorio se vendió a los colonos, en 200 parcelas diseminadas entre las poblaciones de Belén y Mistrató (Jaramillo Montoya J. , 1976, pág. 28). Con esta experiencia don Pacho descubrió el magnífico negocio de los baldíos: era el momento de enfrentar la colonización del valle del Risaralda.
Un pedacito del valle estaba ocupado, era un limitado terreno seco situado en la confluencia de los ríos Risaralda y Cauca, donde desde la segunda mitad del siglo XIX Salvador Rojas edificó el primer rancho y tomó posesión del baldío. Muchos de los que llegaron a este lugar habían sido esclavos, otros participaron en las guerras civiles y huían de los reclutamientos y de la miseria, habían sido perseguidos y acosados y por ello se refugiaron en esa querencia a la que llamaron Sopinga, defendidos por una barrera de mosquitos y zancudos.
Aquí establecieron su propia organización social, cultivaron tabaco y cacao y elaboraron aguardiente de contrabando que transportaban en canoas para el mercado de Cartago, regresando con «panela, mecha amarilla, zarazas y muselinas de vistosos colores y poco precio, para el mujerío de Sopinga» (Arias Trujillo, 1959, pág. 3). Como no había clases sociales no impulsaron las fuerzas productivas y se dedicaron a la economía de subsistencia mercadeando los excedentes para adquirir los necesarios artículos manufacturados. Para los habitantes las tierras no tenían dueño; los títulos estaban a nombre de doña Hersilia Sánchez quien permitió la ocupación de hecho y toleró que los afrodescendientes se adueñaran de parte del latifundio.
Mientras tanto las migraciones antioqueña y caucana avanzaban desde Ansermaviejo y Belén hasta Apía y Santuario y desde Risaralda en dirección a Belalcázar; sin embargo, no había podido penetrar en este recodo rebelde hasta finalizar el siglo XIX y:
Cuantas veces el blanco quiso arrimar el hocico por esos lados, lo decapitaron inexorablemente, para ejemplo, escarmiento, y noticia de cuantos comarcanos de fuera quisieran acercarse al puerto. Así, pues, con estas costumbres y en ese valle de contento, el negro era feliz. La soledad lo envolvía como en una franela de lana pura, y lo cobijaba con tibios calorcitos fraternales.
Arias Trujillo, 1959, pág. 71
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Fuentes:
- Arias Trujillo Bernardo (1942). Risaralda. Editorial Zapata, Manizales.
- Jaramillo Montoya, Gilberto (1987). Relatos de Gil. Imprenta Departamental, Manizales.
- Jaramillo Montoya, José (1976). Reminiscencias y apuntes. Imprenta Departamental, Manizales