
A los viajeros extranjeros, que recorrieron los pueblos entre Aguadas y Manizales, les llamaba la atención que las casas no se cerraran durante el día, pero esta costumbre se explica por la necesidad de mirar a las personas que pasaban por la calle lo que servía de distracción para mujeres y niños; de este modo se hacía la vida menos monótona.
La puerta de la casa permanecía abierta y daba acceso a un zaguán, donde el dueño contrataba trabajadores o hacía pequeños negocios, y las mujeres atendían vendedores de víveres, leña o carbón. El zaguán tenía un contraportón que resguardaba la vida privada, desde aquí se podía mirar hacia la calle sin ser visto, lo cual facilitaba el fisgoneo y el chismorreo en una especie de control social. El contraportón conducía al patio principal, de ladrillo o piedra, y con una fuente en el medio. Alrededor de este patio se hallaban los corredores sobre los cuales estaban los cuartos con puertas hacia el interior y con ventanas a la calle; las habitaciones estaban separadas por cortinas para conservar la intimidad, a la vez que permitía a los padres el control de la vida privada de los hijos. Las ventanas y los balcones que daban a la calle constituían el enlace entre la vida privada y la pública, pues era allí donde se desenvolvían los noviazgos, se fisgoneaba la vida de los demás y se disfrutaban las festividades populares.
En la parte posterior de la casa se encontraban la cocina, las habitaciones de la servidumbre, la pesebrera y el solar. Aquí no podía faltar el gallinero, el ordeño y la huerta, donde cultivaban las plantas para la alimentación diaria: cebolla, tomate, col, ají pajarito y cilantro; además, en el huerto medicinal sembraban albahaca, apio, cidrón, malva, paico y saúco, y las plantas de jardín: helechos, orquídeas, novios, adelfas, crisantemos y geranios, de este modo la madre y la abuela, ante la nostalgia que producía la finca, tenían la posibilidad de reproducir la parcela en la casa del pueblo.
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