El cura del pueblo

Capilla de La Enea (Manizales), construida entre 1876 y 1878 por el padre Nazario Restrepo Maya

Voy a tratar de mostrar el papel que jugaron los sacerdotes cuando estaban levantando las aldeas, colonias y caseríos, en parajes olvidados donde no llega la ayuda del Estado y todo el esfuerzo lo hacen las comunidades rurales. Es aquí donde el sacerdote se convierte en líder, no solo espiritual, sino en cabeza visible para transformar el caserío en pueblo.

Para empezar, voy a referirme a un cuento de Fermín de Pimentel y Vargas (1935), un escritor costumbrista de finales del siglo XIX, autor de la hermosa narración “Un sábado en mi parroquia”, la inicia anotando que 

Un sábado, dicha la santa misa a las seis y media, como de costumbre, di gracias a Dios y pasé de la iglesia a la casa; oí las quejas de una pobre mujer a quien su marido había dado una paliza; pagué a la abuelita que me lava la ropa; pasé al comedor y, sentado en m silla de vaqueta, a la antigua, toqué la campanilla para que mi muchacha me llevara el desayuno.

Pronto entró con la tacita de changua en una mano, y la del chocolate en la otra.  Acompañado yo de mi fiel perro y un gato, antiquísimo mueble de la casa cural, acomodados ambos en un taburete viejo, tomé mi desayuno, dándoles algo a mis compañeros, y bajé a inspeccionar los trabajos en el templo que se está construyendo. 

Hasta aquí el discurso del cura, después le llegó una cascada de tareas que no le dejaron tiempo para descansar; varios parroquianos se tomaron el despacho para que bautizara a un niño; tuvo que soportar la anodina conversación mientras investigaba los antecedentes familiares. Después llegó un campesino muy afanado trayendo una mula para que lo acompañara a la finca con el fin de administrarle los sacramentos a su compadre que estaba muy enfermo, en las últimas. Almorzó como pudo, se puso la ruana blanca recién lavada, le entregó a Polo el campesino su carriel con el Santo Óleo, ubicó el Breviario en las alforjas y se puso los zamarros. Pero en la finca se habían equivocado y en vez de mula le mandaron un macho de carga, resabiado. 

Tan pronto el cura se subió y le quitaron al macho la mulera que le tapaba los ojos, de un salto voló del zaguán a la calle; lleno de cólera brincaba y chillaba repartiendo coces; le tumbó el sombrero, le envolvió la cabeza con la ruana, zafó del rabo la grupera, tumbó al pobre cura que con el golpe se reventó las narices, y escupió la caja de dientes; para calmar al macho le dieron un golpe en la cara. La feligresía gritaba en medio del susto, el padre recogió la dentadura y la limpió para ponérsela y una viejita que le dio un vaso con agua exclamó horrorizada: ¡Santo Dios! Pero no le dejó ni muela, ni diente ¡Se la zafó con quijada y todo!

Después de la garrotiada que le dieron al macho, éste se calmó y el cura se montó de nuevo y apretó las piernas por debajo de la barriga del animal; se agarró del cacho de la montura y apretó las mandíbulas para no morderse la lengua y para no soltar la caja de dientes que bien cara le había costado. Después de mucho sufrimiento llegó donde el enfermo que no estaba nada grave, lo confesó y acto seguido se le acercó una viejita con dos plátanos maduros y huevos revueltos con cebolla y ají; le cambiaron el macho por un caballo y regresó al pueblo; pero por el camino salían campesinos para que los confesara y aplicar los Santos Óleos a personas enfermas. Llegó al pueblo directamente a la casa cural y al comedor porque estaba muy hambriado y fatigado; luego bajó al despacho para hacer la digestión entre la multitud que lo esperaba, solucionó varios problemas y salió para confesar a los enfermos en sus casas. Regresó a la iglesia y se sentó en el confesionario, después salió para la casa a descansar por fin, pero había más feligreses con nuevos problemas. 

El relato termina con la siguiente reflexión del pobre cura: 

Cuando al fin pude yo pensar en recogerme, eran pasadas las doce, no podía tomar ya nada, pues era domingo y tenía que celebrar dos misas, predicar, pedir limosna para la iglesia que se estaba construyendo y aguantar en ayunas hasta las diez y media. Todo se lo ofrecí de nuevo a Dios, y me acosté a esperar el día y con él, los mil sinsabores que le vienen encima al pobre cura, cuya vida, dicen muchos, es la más descansada y cómoda del mundo. 

(Tomado de: Fermín de Pimentel y Vargas (1935). Un sábado en mi parroquia. En: Catorce prosistas amenos. Bogotá: Imprenta del Departamento)

Para tener la información completa escuchar el audio debajo de la imagen

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