La arriería

Si algo contribuyó a desarrollar las colonizaciones desde la segunda mitad del siglo XIX, es el fenómeno de la arriería. Los símbolos son el arriero, la mula, el buey y el caballo.

La mula heredó la fogosidad del caballo y la paciente terquedad del burro, pero al mismo tiempo reúne una serie de condiciones donde se combinan la inteligencia, la malicia, la despreocupación y el pragmatismo. No malgasta sus fuerzas en cosas inútiles y difícilmente falla el blanco al tirar una coz, cuando el caballo rara vez acierta. Cuando el camino es empinado y duro bajo el torrencial aguacero o el calcinante sol, no se altera ni se desespera, se mueve lentamente tomando resuello cuando es necesario y no se afana como el caballo por alcanzar pronto la meta.

Donde un caballo vacila, se enreda, se asusta y cae, la mañosa e inteligente mula se decide a caminar por las orillas y sale airosa. Causa admiración la solvencia con que cruza en la noche los más difíciles y peligrosos caminos. Se aproxima a la orilla, estira el pescuezo, husmea, huele el lodo y la maleza, se inquieta, se sacude y si es posible pasar, lo hace tímida, pero cruza victoriosa. Pero cuando la mula se resiste a pasar y en forma decidida recula no hay jinete que la obligue a seguir aunque la «muela a palos».

Las mulas de los bebedores se acostumbran a ellos y conocen los lugares en que se deben detener para que sus jinetes entren a la fonda y pasan horas del día o de la noche, con silla y freno, aguardando a su amo para seguir el camino.

En las labores de arriería se desempeñan muy bien desplegando todas sus capacidades, pues como dicen los campesinos «no se ha inventao nad’ hast’ ahora pa reemplazar la mul’en estas trochas que más parecen picos p’andar las lagartijas».

El oficio de arriero

La arriería surgió cuando se hizo necesario unir los puertos y los pueblos con las fondas y con las aldeas; así apareció el arriero como un intermediario comercial. El oficio de arriero se dominaba en un proceso que duraba varios años. Esta actividad comprendía los siguientes pasos: sostener el bulto, amarrar la carga, coser los bultos, hacer curaciones, herrar los animales, lavar ropa, construir ranchos de vara en tierra, caminar, observar el camino y la naturaleza, adquirir sentido de orientación, hacer de comer, conocer el sistema de pesas y medidas, agudizar la destreza, el ingenio, manejar cuentas, negociar y transformarse en buen conversador.

El arriero se iniciaba como sangrero que era un muchacho de unos doce años que se encargaba de hacer la comida y de guiar el caballo campanero. Luego el sangrero ascendía a arriero, o peón, con las funciones de alzar los bultos, amarrar la carga, ajustar, cuidar y arriar las mulas. Después se ascendía a caporal; sólo los buenos arrieros obtenían este grado. Su labor era seleccionar los arrieros, el sangrero, señalar rutas, jornadas, posadas, buscar la carga y controlarla. Por último el caporal compraba mulas propias y aspiraba a independizarse. En esta labor de la arriería lo más importante era cargar el animal. Se realiza del siguiente modo:

Se venda el animal con la mulera, se carga por el lado derecho, se le coloca la enjalma asegurada por la retranca para que no se corra para adelante, y asegurada por delante por el pretal para que no se corra para atrás. Luego se le coloca la lía al primer bulto, que es una soga de cuero bien fina, se le abre un bozal; se alza el primer bulto con la lía, después el otro sostenido por el sangrero y se amarran juntos; luego se amarran los dos bultos con la sobrecarga, que es una soga más larga, la cual tiene un cinchón de cabuya que se le pasa al animal por debajo del vientre; al final del cinchón está el garabato que es como un gancho de madera fina, generalmente de guayabo o de arrayán. Por medio del garabato se asegura la sobrecarga y se aprieta bien fuerte con un nudo corredizo llamado nudo de encomienda.

El arriero, una identidad y un eslabón en el desarrollo económico nacional, Germán Ferro Medina, 1986

¿Cómo cuidaban la mulada?

Del libro A lomo de Mula (1994), del antropólogo Germán Ferro Medina, se toman los siguientes relatos:

Antes de emprender el viaje se les daba hierba y caña, se les daba bebida, salvado con melaza, con miel. En ese entonces uno hacía la aguamiel a uno le tocaba por la noche machacar la panela, echarla en un tanque a que se diluyera para al otro día arreglarle con salvado a las bestias, para darle la bebida y se les picaba sus canoadas de cuido entonces ya se enjalmaban las bestias y se cargaban y a arriarlas […]

Había que preparar muy bien las mulas: se les colocaba una argolla en la vagina para evitar que las montara el macho y perdieran fuerza, esa era la creencia. Se trataba de una acción bastante delicada que sólo un arriero experimentado podía ejecutar. Sin embargo las mulas en tiempo de celo se ponen ansiosas, agresivas y difíciles de manejar […] en las muladas grandes, a veces iba fuera del caballo del caporal otro caballo no capado y su función era montar las mulas ‘resabiadas’ a las que no les servía la argolla.

A lomo de mula, Germán Ferro Medina, 1994

El caporal debía vigilar para que no se sobrecargaran las mulas. El peso promedio para la carga era de dos bultos de 60 kilos cada uno. En caso de que el animal tuviera mataduras o peladuras se trataba con cebo y con cal hasta que sanara.

Era un agradable espectáculo para los campesinos observar las recuas de 20 mulas cargadas, dirigidas por el tilín-tilín de la campanera, con el sangrero, el caporal y los arrieros distribuidos a lo largo de la caravana pendientes de los malos caminos, de la carga que se ladeaba, de la mula que caía y de las otras recuas que marchaban en sentido contrario por el estrecho camino. Además los alegres letreros bordados en la frente de las mulas despertaban sonrisas: «Adiós mi vida», «Dios me guía», «Adiós mi amor», «Adiós faltonas».

La peculiar vestimenta de los arrieros también llamaba la atención de los campesinos, veamos el siguiente texto tomado de Samuel Velásquez en su novela Madre (1896):

Sombrero de paja de iraca; cuello abajo, amplia camisa a manera de chambra, y por encima de ella una anguarina o delantal de lienzo que llegaba hasta las rodillas; pantalones de manta azul, ruaneja pequeña y burda colgada al hombro, machete a la cintura, y por sobre todo, y más llamativo que lo demás, el guarniel, pendiente del hombro izquierdo por la reata, bordada en alto relieve con lana de colores y que les cruzaba al sesgo el pecho a manera de regia condecoración.

Madre, Samuel Velásquez, 1896

La mula se prefiere para los caminos de herradura de la región montañosa por la firmeza de sus remos y su vigor, pero cuando termina el invierno, el camino se pone peligroso y pesado para ellas, pues al calentar el sol el barro se convierte en arcilla pegajosa, lo que hace que el transporte de carga se realice en bueyes, que dejan huella más profunda en la endurecida arcilla. Las mulas pisan en estos huecos poniendo la mano derecha mientras el buey junta las dos manos hacia el centro, lo que obliga a la mula a caminar en forma no natural al pisar las huellas del buey, cansándose pronto y cayendo con frecuencia, razón por la que los viajeros evitan los caminos de bueyes.

A continuación otro relato del libro A lomo de mula, donde el autor parte de la tradición oral para rescatar este mundo de la arriería; sobre este aspecto  Rosalba Marín, hija y nieta de arrieros, cuenta cómo preparaban los alimentos para las largas marchas:

Se les hacía una cosa que llaman ‘estacas’, que consiste en uno cocinar el maíz pelao en lejía, porque dura mucho, entonces después lo muele uno y lo revuelve con chicharrón de empella y forma las estaquitas y las envuelve en hojas de plátano y las pone a cocinar en agua hirviendo […] eso era la comida de ellos porque las arepas se les dañaban.

Se les hacía también una cosa que llaman ‘bizcocho de arriero’ también a base de maíz. Otros lo llaman ‘bizcocho de teja’, porque se encocaba como una tejita […] ese bizcocho puede durarles un mes o más sin dañarse.

A lomo de mula, Germán Ferro Medina, 1994

Para hacer estos bizcochos se alistaban trapos extendidos sobre una mesa y embadurnados con mantequilla; aparte se preparaba una masa de harina de maíz, queso rallado, mantequilla y azúcar; se colocaba una capa delgada de la masa sobre los trapos, se doblaban dándoles forma rectangular y se ponían sobre las piedras del fogón para secarlos y tostarlos; luego se empacaban fríos en los hatillos, que contenían además de lo anterior, el bastimento compuesto de carne, tocino, panela, chocolate de harina, café, y fríjoles.

Los caminos

Ser un caporal o propietario de recua era un respetable oficio en las regiones de Antioquia del siglo XIX, cuando era normal ver veinticinco o treinta bueyes de arria, bien equipados, con su caporal o el propio dueño al frente y con la carga de café u otros artículos alineada en la tolda. Las partidas se hacían tratando de realizar el viaje redondo, o sea ir y regresar con carga. El caballo y el sangrero iban adelante, detrás la recua de mulas y los arrieros a pie contrastando todo.

En el camino se encontraban los otros que iban de aquí para allá y de allá para acá y ahí era el peligro. Cuando el muchacho que Iba en el caballo veía de lejos que venía una recua de mulas tocaba la corneta ¡ta, ta, ta! avisándoles a los que venían y a los que Iban, pa’que los arrieros se dieran cuenta y se alistaran por el asunto de que esos caminos eran muy estrechos y si una mula con otra se encontraban cerquita, un bulto le daba a otro bulto y se echaban a pelotiar y había peleas en esos caminos por eso.

Los caminos cruzados por los arrieros estaban sembrados de humildes ranchos llamados de vara en tierra o de «paloparao» construidos con guadua y techados con paja, que servían de posada.

Por las montañas de Sonsón y Quindío era normal ver las caravanas de arrieros acampando en los contaderos, llamados así por ser sitios definidos donde se reunían y contaban los miembros de una recua. Estos contaderos eran pequeñas áreas de terreno plano y limpio, demarcado con piedras, donde se improvisaban las posadas, para lo cual se armaba un rancho cubierto de hojas de vihao para pasar la noche. Era también frecuente ver a los arrieros acomodar las cargas en hileras formando dos muros, luego tendían los cueros y las muleras en el espacio limpio que quedaba en el centro organizándose así el dormitorio. Esta parte es descrita por Tobías Jiménez en el libro Los arrieros de Antioquia (1950),  de la siguiente forma:

Llegan al toldadero: cortan estacas,
que a los abiertos hoyos al fin se amoldan,
y descargan los bueyes entre alharacas,
y gritos, y blasfemias... y luego toldan.

Van poniendo las cargas en dos hileras,
que dos muros semejan del toldo adentro,
luego tienden las ruanas y las muleras
en el espacio limpio que queda al centro.

Se quitan los machetes y los sombreros,
hablan de sus noviazgos y matrimonios
y se van extendiendo sobre los cueros
y empiezan una charla de mil demonios.

Y el escritor Samuel Velásquez, en la novela Madre,  muestra los momentos de descanso en el toldadero:

Entre tanto, el sangrero o mocito encargado del yantar de los peones, después que hubo clavado en tierra dos horquetas, extendió de la una a la otra una vara de donde colgó la olla de cocinar, por debajo de la cual puso leña y fuego; sopla, soplando, levantó una candela que a la luz del sol no parecía tal, porque no brillaba casi. Pronto fue el borbotar del chocolate en burbujas que reventaban en suavísimo olor. Poco menos que atragantado se bebieron los muchachos aquel paliativo o tentempié, mientras se cocía algo de mascar y de más sustancia, y se dieron después a colocar en mejor orden todas las cosas.

El toldo colgado de una guadua que descansaba horizontalmente sobre dos horcones hundidos en tierra, dejaba caer sus anchas alas de lona sobre seis estacas; parecía una clueca que abrigaba sus pollos. Por debajo de aquella tienda a estilo gitano colocaron una sobre otra las cargas, formando un cuadro abierto en un costado por un portillo, puerta que dijéramos; encima de la muralla de fardos pusieron las sobrecargas envueltas sobre sí mismas con exquisito cuidado; doce varas distantes de ahí quedaron las enjalmas en fila, puestas a secarles al sol la sangre y las costras que arrancaron a los bueyes […]

Mientras tanto los arrieros tendidos en el improvisado dormitorio recordaban los nombres de los bueyes: Golondrino, Bandero, Corneta, Palomo, Pirata, Gitano, Jardinero y Aguilón.

Los mensajeros de las trochas

El arriero pasó a la historia porque desempeñaba múltiples oficios. Su indumentaria era peculiar: pantalones de lienzo remangados a la altura de la rodilla, franela delgada y camisa ancha de tela suave; con la pata al suelo o calzando cotizas, sombrero aguadeño, mulera de lona gruesa atada en la cintura; pañuelo “raboegallo” enroscado en el cuello; cinturón de correa ancha y un machete o peinilla de hermosa funda; terciado al hombro derecho el famoso carriel de nutria, donde guardaba cachivaches importantes como la aguja de arria, el espejo, el peine, la barbera, un par de dados, los naipes, un monicongo para defenderse de los malos espíritus, la contra para la mordedura de serpientes, el yesquero, los tabacos, una libreta de apuntes y una dulzaina para cantar en la fonda.

El arriero era de absoluta confianza. Sabía leer y escribir, redactaba cartas de amor y las entregaba a los destinarios, pero también distribuía encomiendas y mensajes entre las fondas, aldeas y pueblos. Era el hombre de las noticias, se mantenía bien informado y explicaba a los campesinos que se encontraban en sus casitas, a la vera del camino, cómo estaba la situación política del país o cuál era el estado de la guerra civil. Considerado un caballero honorable, se le podía confiar un cofre con oro en polvo y lo llevaba correctamente a su destino.  Podía cantar, tocar el tiple o la guitarra e improvisar trovas, en la posada, para entretenerse con los otros arrieros y viajeros en las fondas del camino.

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